sábado, 28 de abril de 2018

El guión se escribe afuera

Música, bullicio, un montón de gente cenando en las mesas de la pista, que se desarmarán para cuando arranque el baile.
Esta noche recorrí los cien barrios porteños.

En la tarde fui a la peluquería. Justo a punto de peinarme, después de larga espera, me  decidí por el alisado. Es que la humedad lo hacía indomable. Ya para esto, mi compañera se bajó del plan, porque a última hora tuvo una reunión de trabajo. En ese momento, la tormenta hacía sus primeros flameos en las hojas de los árboles. Entonces pensé, si Ariana no va, y saliendo en medio de la lluvia sin paraguas, no hay brushing que aguante. Saqué mis frascos con los químicos, adiós conferencia y prioricé mi belleza. ¿A quién no le viene bien un tratamiento estético, sobre todo con este pelo?

Pero la peluquera fue más rápida que un bombero y a las 6 pm estaba en casa. Capuchino al paso, mientras me cambiaba. Dudoso clima, milagroso llegar de Morón a Recoleta en una hora, con entrada gratuita, sujeta según la capacidad de la sala, para ver a Campanella y a su maestro José Martínez Suárez.

El milagro se dio, llegué pasando  por el 97, el tren, el subte H y el 102. «Es por esta calle donde vas vos» dijo el chofer, y agregó «Esta zona es muy segura porque está lleno de embajadas».
Por fin di con la casa de Victoria Ocampo, e ingresé a la charla. Espectacular. Me encanta escuchar estos tipos que hicieron y hacen cine. El señor ochentoso, de un humor mágico. Pícaro, resuelto, y desafiante. Me preguntó si lo iba a guardar, cuando le pedí un autógrafo.
Un rato antes, cuando nos permitieron interrogar, lancé la primera pregunta a Campanella: «¿Qué fue lo que te enganchó para querer hacer otra vez esa película? Me dijo que si me lo decía, me la contaba. Pero para no dejarme con las ganas, señaló que el guión estaba lleno de sorpresas, y que le gustaban esos personajes de edad avanzada porque estaban llenos de experiencias.

Una vida que amenaza, decía el cineasta, refiriéndose a estos ilustres protagonistas de su film. Y  me hizo pensar que cuando estiramos el tiempo como un chicle, por no vivir como queremos, quedamos pegoteados.

Salí del la exposición, plena, sin saber adónde ir. ¿Costanera o Nuñez? ¿Chetísimo o clase media? ¿Lugar casi nuevo, o viejo conocido?

Caminé para tomar el 160, cuando me chistó una rotisería de empanadas tucumanas. Hasta los perritos mimosos, paseados por sus dueños, movían la cola al pasar por la puerta. Pedí un par y las saboreé mientras caminaba.

Como era temprano me fui a un bar de helados artesanales.

Luego, retrocedí para tomar el 160 y a tirar la moneda. Que el destino decidiera. Me llevó al restó del sábado pasado. Esta vez no tuve suerte, me rebotaron a mí, y a un par de tipos lindos sin mesa reservada. Una chica altísima llegó y la hicieron pasar por conocida y porque unas amigas adentro la esperaban. Mmmmm... sin palabras.

Caminé algunas cuadras por la Costanera. Parejas, familias, amigos estaban con sus cañas de pescar, y el picnic completo.
Cuando el talón me avisó que no quería patear más, me tomé un taxi hasta la cancha de River. El conductor, delatado por su acento raro, me confesó que era oriundo de Armenia.

Con la excusa del pipi-room me permitieron pasar antes de tiempo, mientras transcurre la cena informal, y aquí estoy, sentada, escribiendo esta reseña. ¿El mundo está aquí afuera, no? Hoy salgo a buscarlo.



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